lunes, 11 de enero de 2010

Profecías de Tokio.

Hola, me llamo Lucía, tengo trece años y soy de Zafra. Soy una chica bastante simpática y sociable, o eso me ha dicho mi madre.
Estábamos de vacaciones de verano, y me solía entretener yendo a la piscina con mis amigas y jugando a las cartas. Solía ser divertido, pero yo pensaba que me hubiera gustado hacer algo distinto de vez en cuando.
Ese día llegó el siete de julio, cuando mi madre entró saltando en el salón y gritando: “¡Nos ha tocado, nos ha tocado!”. Como acto reflejo mi padre dijo:
-¿La lotería?
Pero después puso una cara rara, y supe que se había dado cuenta de que no estábamos en época de lotería.
-¿Qué nos ha tocado, mamá?- preguntó mi hermano.
Mi hermano se llama Jose y tiene diez años. Es bastante listo, aunque hay veces que pienso que lo es demasiado.
Mi madre nos contó que habíamos ganado unos billetes de avión para ir a Tokio a la siguiente semana. Por lo que fuimos de compras y a la siguiente semana nos metimos en el avión.
Pensé que sería aburrido, ya que nos esperaban doce horas de viaje. Pero tuvo el efecto contrario. Había tele y además mi hermano había metido cartas y juegos de mesa en su mochila de mano, de manera que nos entretuvimos.
Cuando llegamos era de noche, pero lo raro es que no tenía sueño. Cuando pregunté al respecto, me dijeron que se debía a la diferencia de horas. Genial. Al día siguiente iba a tener un sueño increíble, por lo que iba a parecer un zombi andando por las calles.
Ocurrió justo lo que pensé, pero por suerte no durante mucho rato, ya que cuando íbamos a salir del hotel nos encontramos al director, un hombre alto, delgado, amable y sonriente, que me dio a oler un líquido, que al principio era suave pero que al atravesar las fosas nasales se convirtió en un olor tan fuerte que me despejó toda la cabeza.
Una vez despierta, fuimos al centro de Tokio, un lugar con muchas e increíbles tiendas y restaurantes.
Pasamos al lado de una tienda de ropa, y en cuanto vi las expresiones faciales de mi madre supe que se iba a llevar allí un buen rato. Justo en ese momento vi una librería al final de la calle, por lo que le pedí permiso a mi padre y me escapé a la tienda de libros antes de que mi madre me viera.
Me fui a la parte de los “libros juveniles” . De pasada vi un libro que me llamó la atención. Se encontraba en la sección “libros del mundo” y se titulaba “Profecías de Tokio”. Me acerqué al dependiente y le pregunté si podía alquilar el libro. Como me dijo que si, me lo llevé.
Encontré a mi madre comprándose ropa cuando volví. Nos llevamos en el centro todo el día.
Por la noche empecé a leer el libro. Me fui a la página en la que comenzaba a hablar sobre tesoros. Leí muchas cosas, pero no me creí nada, hasta que llegué a una historia en la que decía que el día diecisiete de julio a las nueve de la mañana tendría lugar un terremoto en el que se abriría una grieta al este de Tokio, en un lugar donde solo había campo. Curiosamente, faltaban dos días para que sucediera, pero como había hecho con las otras historias, no la creí.
Al día siguiente fuimos a ver monumentos y a visitar un poco la ciudad, también devolví el libro. Y me fui a la cama como el día anterior, pero no me desperté igual.
Todo temblaba. No me lo podía creer, eran las nueve de la mañana del día diecisiete de julio. Sé que debería estar asustada por el terremoto, pero me sentía entusiasmada, ya que en el libro también ponía que en el interior de esa grieta, había un tesoro. Saqué de mi mesita de noche un mapa, y miré el lugar.
Salí corriendo de la cama, y obligué a mi padre y a mi madre a llevarme a aquel sitio.
Efectivamente, había una grieta, pero más bien era una mini grieta.
Cuando paramos con el coche y salí corriendo hacia ella, mis padres salieron corriendo detrás de mí, y me hubieran detenido si no fuera porque, el suelo se hundió debajo de mis pies y caí en una pequeña y oscura sala. Le pedí a mi hermano una linterna. Sabía que él tenía una, ya que siempre la llevaba en su mochila por si acaso.
Cuando la encendí me quedé boquiabierta. Como decía el libro, ahí había un tesoro. Pero lo que no decía el libro, era que ese tesoro había pertenecido a un samurai. Lo deduje debido a que junto a ese oro, estaba su traje.
Después de recuperar el sentido común y poder pensar, me ayudaron a salir de allí.
Mis padres llamaron a los policías y ellos se encargaron del aquel tesoro. No sé que harían con él, pero yo estaba feliz, ya que por una vez la rutina de siempre se rompió, y además recibimos parte del tesoro.
Los dos días que nos quedaban en Tokio, pasaron sin más incidentes, y cuando volví a Zafra, por raro que pareciera, me alegraba de estar en casa.

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